El
martillo daba sus últimos golpes en las galerías de la ciudad vieja, la
colectiva hacia que nos juntásemos y echáramos unas risas y además plasmar
nuestros puntos de vista sobre una idea o concepto, como preludio al periodo
estival, la desconexión, el viaje.
Días atrás, cruzando la frontera me encontré con una mujer que apenas podía caminar con normalidad, se me acerco a la ventanilla, se notaba que no era de por allí. Ya no tenía ninguna moneda, las di a una madre con sus dos hijos que son de los habituales de la zona. Al decirle que no tenía nada ella miró a la botella de agua que estaba en el asiento del copiloto, su mirada cansada, sufrida y verdadera le permitían seguir con el deseo de pasar al otro lado. Le di la botella por la mitad y me lo agradeció. Me susurró en ingles que no podía más y que Marruecos fatal, bueno me lo hizo con gestos. Llegó andando desde Senegal y ahora solo tres metros la separaban de la su ilusión. Yo crucé con mi vehículo, ella siguió mirando al frente pero como un alma perdida, a la que nadie ve ni hace caso.
Días
después una mañana en el continente de enfrente, empecé a caminar hasta el
pueblo de al lado, me acordaba de la muchacha senegalesa.
A la
semana siguiente nos encontrábamos en otro lugar, una isla del Mediterráneo,
una cultura cercana y encrucijada de culturas. Allí vi a personas de
Senegal, de Mali o de cualquier otro
lugar.
De
nuevo más cerquita, nos movimos a otros pueblos. Con el mismo afán de comer,
beber, sonreír; sentir los lazos familiares por cercanía o lejanía, a
desollarte las plantas de los pies.
¡Que
ganas de ir a América!, cambiar de latitud o hemisferio para seguir comiendo,
bebiendo, riendo…
La
vuelta.
Ya
hemos vuelto, a pillar la rutina, para darle sentido a la llegada, reflexionar
y contar historias, y mirar las fotos.
Pero la que más miro es la de mujer senegalesa, ¿qué será de tu vida?, ¿habrás
llegado a algún sitio?
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